17 nov 2010

David y Goliat

Anclado por las dolencias de la vejez en mi cama de mi palacio en Jerusalén, yo David, Rey de Israel, salgo de mi adormecimiento al oír los vítores del pueblo a través de una ventana cercana. Ahora no me aclaman a mí, sino a mi hijo Adonías quien, aprovechando mi extrema debilidad, acaba de proclamarse a sí mismo nuevo monarca. No siento rencor hacia él; tan sólo espero que no cometa los mismos errores que yo. Me tortura el agridulce recuerdo de la exuberante Betsabé, en aquel tiempo en que mi incontrolable lascivia me llevó a los umbrales del mismísimo Infierno. Me fustiga la memoria de la muerte de mi querido hijo Absalón, que tuvo lugar cuando luchaba por arrebatarle el poder a su propio padre. A pesar de todo, esbozo una suave sonrisa cuando empiezo a rememorar la historia con Goliat, pues intuyo que, con el buen propósito de mitificar mi figura, la versión que mis cronistas legarán a la Historia no será del todo cierta...

“Provengo de la humilde familia de Isaí, perteneciente a la tribu de Judá. Soy el hijo pequeño de siete hermanos y, como tal, tuve que ser pastor. Pasaba meses enteros en soledad, en las montañas, cuidando las ovejas y durmiendo al raso.


Todavía era un jovenzuelo cuando una mañana me despertó el retumbar del suelo. Levanté la mirada y con los ojos todavía legañosos vi un oscuro ser que se acercaba al ganado. Era extremadamente alto, robusto y salvaje. Sus pasos iban acompañados del rechinar metálico de su pesada armadura de hierro.


Mi perro Ahta se lanzó ladrando contra él. Yo iba a levantarme para proteger a las ovejas, pero antes de que pudiera mover un solo músculo, el visitante blandió su enorme espada y con un golpe seco partió al animal en dos. Al presenciar esa horrible escena sentí que en la boca del estómago se engendraba una miríada de culebras de hielo, que lentamente se abrían paso en todas direcciones: arriba, hacia mi corazón y mis brazos; abajo, hacia mi vientre y mis piernas. Sus turbulentos y serpenteantes movimientos iban congelando cada hueso, músculo y tendón por el que reptaban. En unos instantes noté todo mi cuerpo rígido como el frío metal; solamente se libraron del gélido conjuro mis ojos, que se agitaban de un lado para otro, y mi mente, convertida en la caldera donde hervía mi cólera.


Por suerte estaba recostado en un pequeño hueco, de forma que el gigante no podía verme. Desde allí, mis ojos seguían sus movimientos, apenas sin parpadear: acompañándose de una carcajada macabra, sin ninguna prisa fue degollando a una oveja tras otra, para después alejarse dejando tras de sí un rastro de sangre. Salí de mi escondrijo en cuanto el bloqueo de mi cuerpo desapareció, y con ello me invadió una sensación de alivio por haber superado indemne esa prueba. Eso duró poco, pues en seguida la indignación y pena por las ovejas muertas me llenaron por completo, para convertirse en seguida en una gran vergüenza y culpa por no haber impedido la matanza.


Cuando llegué al pueblo, conté a mis vecinos que el atacante me había dejado sin sentido con un golpe de la empuñadura de su espada, y que para cuando yo desperté, la carnicería ya se había consumado. Mi padre Jesé me contó que el atacante era el gran Goliat, mercenario del ejército filisteo, que había atemorizado la comarca con sus hordas. Siguió contándome que, aunque los filisteos eran conocidos como una tribu bárbara y sanguinaria, ninguno de ellos era comparable con el atroz Goliat. Decían que era el último descendiente de los Nefaim, los titanes “derribadores” del Libro del Génesis que fueron exterminados casi por completo por el Diluvio Universal. Goliat tenía la altura de tres hombres, llevaba una armadura de hierro que pesaba como un buey y se necesitaban cuatro hombres para cargar con su espada. En la batalla era un enemigo despiadado; con un golpe de su espada convertía a sus víctimas en inertes pedazos de sangrante carne.


Después del escalofriante relato de mi padre, me sentí en parte aliviado, pues con la pequeña honda con la que ahuyentaba a perros salvajes y alimañas hubiera sido imposible enfrentarme al monstruo filisteo. Las mujeres del pueblo se apiadaron de mí y me proporcionaron toda clase de cuidados, de forma que mis sentimientos de culpa y vergüenza se acentuaron, hasta convertirse en mis siniestros acompañantes secretos durante muchos años.


El Rey Saúl se doblegó a la voluntad de los extranjeros, pagando todo tipo de tributos a cambio de una efímera Paz. Efímera porque sólo duró unos pocos años, hasta que las sequías en Filistea provocaron que su ejército invadiera mi país. Pero esta vez el pueblo hebreo se reveló y exigió enfrentarse al enemigo. Todos los hijos de Jesé fueron llamados a filas excepto yo, el pequeño pastor. Al cabo de unos días pude conocer el campamento de nuestros soldados, pues mi padre me envió allí para llevar alimentos a mis hermanos y para saber cómo se encontraban. Una vez allí, me enteré de que Goliat les había desafiado a que eligieran a su mejor hombre, el cual se enfrentaría a él en un combate a muerte para decidir el pueblo vencedor. Y eso había provocado un gran desánimo general entre los judíos, porque todos sabían que era imposible salir triunfante de ese combate.


Como el Rey no sabía a quién elegir, pidió al profeta Samuel que lo hiciera por él; y delante de todos nosotros, éste sentenció: “un cordero entre lobos es el elegido”. Y sus ojos se clavaron en mí. Mi primera reacción fue tomármelo a risa, ya que nunca se me hubiese ocurrido que a un pequeño pastor como yo se le pudiera encomendar tan magna misión. Pero al ver la severidad del rostro del profeta y el gesto de aprobación de nuestro rey, no tuve otra opción que aceptar mi nueva designación.


Estaba claro que mi destreza para la lucha era nula, así que de forma apresurada empecé a recibir instrucción militar. Me dieron una pesada armadura, un caso y una espada. Practiqué el combate todas las mañanas, mientras que por las tardes recibía lecciones de estrategia de los mejores consejeros militares.


Al alba del séptimo día, con la rosada luz del sol bañando tímidamente el Valle de Elías, me encontraba listo para el combate. Detrás de mí tenía al ejército hebreo. Delante, más allá del arroyo, se encontraba un desafiante Goliat arropado por el ejército filisteo. Arengado por mis tropas, empecé a caminar sintiendo la brisa fresca del amanecer; sin embargo, el calor dentro de la armadura era insoportable, y su peso convertía cada paso en un suplicio. Así no podría luchar, y menos ganar. Ante la estupefacción de todo el mundo, decidí quitarme la armadura y tirar mi espada. Me sentí liberado y al mismo tiempo con miedo; las culebras de hielo volvieron a mi cabeza, pero esta vez se deshicieron en cuanto palpé en mi bolsillo hasta encontrar mi vieja y querida compañera: mi honda.


Al atravesar el arroyo, cogí una piedra y la puse en la honda. Eso provocó en Goliat una carcajada macabra, la misma que oí cuando masacró a mi rebaño años atrás. Hice una respiración profunda y me lancé corriendo hacia Goliat, volteando la onda sobre mi cabeza cada vez más deprisa. Cuando llegó el momento preciso, liberé uno de los extremos y la piedra salió directa hacia la frente de mi enemigo, que con el impacto cayó al suelo como si de un enorme tronco se tratara.”


Desde mi cama, ahora vivo ese instante como si sucediera ahora: entre gritos de alegría de las tropas judías, me acerqué a Goliat, que yacía aturdido en el suelo. Era mi oportunidad de acabar con él, pero no tenía ninguna arma para separar su cabeza de su cuerpo. Así que cogí su enorme espada, y sorprendentemente sentí que mi mano se ajustaba a su empuñadura. Levanté la espada, y no me pareció tan pesada como esperaba. Me aproximé a Goliat, hasta que pude sentir su aliento. Era la primera vez que me hallaba a menos de diez codos del gigante, y sólo entonces me di cuenta de que yo era tan grande como él. El odio hacia ese titán se transformó en rabia hacia mí mismo. Rabia por haberme sentido insignificante ante él. Rabia por haber creído que era imposible derrotarle. Rabia por haber vivido tantos años aterrorizado por la sombra de ese superhombre en mi mente, cuando en realidad no era más grande ni poderoso que yo. Clavé mi rabia y la espada en el suelo arenoso. Me alejé con paso suave y sereno, teniendo muy presente una última imagen: los ojos de Goliat mirándome con respeto y admiración a través de su casco de bronce.

1 comentario:

  1. Jordi, que bien bordas la historia de ésta famosa leyenda del viejo Testamento, la argumentación y documentación, es clave para entenderla - a saber si ocurrió asi como lo describes - pero en gran caso, para mayor mérito de David, aqui queda tú versión cronista del siglo XXI.

    Olé

    Todo lo mejor

    Alberto

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