8 may 2014

El Espejo

                             I

El miedo a morir en la hoguera hace que cualquiera corra como alma que lleva el diablo. Eso es lo que John Youngswood descubrió una tarde de finales de invierno de 1697 en las afueras de Ipswich, en Nueva Inglaterra. El sol se ocultaba tras las montañas de Willowdale frente a él, mientras detrás aparecía una muchedumbre agitando antorchas y armas rudimentarias. Una mezcla de gritos y gruñidos dejaban oír de vez en cuando algún “¡quememos el brujo!”

A pesar de la gravedad de la situación, John tuvo tiempo para darse cuenta que, por muy extraño que pareciera, esa era la primera vez que le llamaban “brujo”. Le habían llamado de muchas maneras: de pequeño, le llamaban “gamberro” y “perezoso”; en la escuela médica de Boston, “lunático” y “perezoso”. Y en el pueblo de Ipswich, donde ejercía como médico desde hacía diez años, le llamaban “doctor”, “salvador” o como mucho, “sabio de las hierbas”. Sin embargo acababa de llegar al pueblo un nuevo sacerdote y había decretado que el uso de esos remedios era cosa de brujería. El clérigo también tuvo la habilidad para relacionar esa brujería con la reciente mala cosecha y con la sequía. Por eso John no podía permitir que le atraparan antes de llegar a su casa en medio del bosque.

Antes de atravesar el porche vio que la turba estaba sólo a unas decenas de yardas. Entró, cogió un quinqué y bajó apresuradamente las escaleras del sótano. Sobre su cabeza oyó las pisadas cautelosas de los aldeanos en la planta baja. Dejó cuidadosamente la luz encima de unas cajas de madera y empezó a quitar unas telas raídas que cubrían lo que parecía un armario de unos seis pies de alto. Sólo los cuatro hombres más valientes bajaron las escaleras. Se quedaron detrás de John, pero ya no gritaban ni blandían sus armas. Lo que estaban viendo les había dejado mudos.

A pesar de que el polvo inundaba toda la estancia, el objeto parecía nuevo y muy reluciente. Tenía un gran marco de un palmo de ancho, hecho con una madera muy oscura, casi negra, que nadie conocía en el nuevo mundo. Estaba tallada con gran precisión y detalle y, aunque a primer vistazo parecía llena de motivos vegetales, una mayor atención mostraba que ahí estaban representados episodios de tiempos olvidados por la historia: titanes y hombres luchando codo con codo, magos viajando montados en serpientes voladoras, dioses instruyendo a sus siervos para construir grandes templos en su honor. Y también horribles escenas de almas desdichadas devoradas por engendros demoníacos.

Dentro del marco había un vulgar espejo, nada fuera de lo común. Antes que los perseguidores pudiera reaccionar, John pronunció unas palabras que nadie entendió, aunque Noah Crow, que tenia antepasados judíos, contó años más tarde que aquello tenía una sonoridad que no le era desconocida. Poco a poco una especie de neblina azulada comenzó a cubrir el espejo, creando remolinos que ejercían en los presentes un efecto hipnótico. John pronunció una palabra final y la neblina desapareció, dando paso a un insoportable chirrido metálico que obligó a los intrusos a taparse los oídos y a retorcerse de dolor. La superficie empezó a sufrir unos cortes inclinados, como si una daga invisible fuera dividendo el cristal en diferentes ángulos y alturas. Los cortes desaparecían apenas unos segundos después de ser creados, en una sucesión infinita. John aprovechó la confusión, se lanzó dentro del espejo y desapareció.

En un instante, el estruendo se transformó en un relajante silencio. John tardó unos instantes en darse cuenta de que ahora estaba rodeado por agua verdosa, espesa y cálida. No había aire que respirar, sin embargo el agua que entraba en sus pulmones le proporcionaba una agradable sensación.

Mientras, al otro lado, los cuatro aldeanos salieron de la casa sin haber comprendido nada de lo que allí había ocurrido. Tampoco querían contarlo, así que dijeron que el brujo estaba muerto y que lo mejor sería quemar el edificio entero. Lanzaron algunas antorchas y algunos esperaron a que todo se convirtiera en cenizas. Ese lugar quedó marcado como maldito y desde entonces todos evitarían pasar cerca de allí.

John había escapado de las garras de la muerte gracias a un espejo que le había regalado un viejo alquimista de las islas de Scilly y a las palabras mágicas apropiadas para su uso. Pero no le explicó cómo sería el mundo del otro lado. Según lo que había leído en libros acerca de civilizaciones pretéritas, John dedujo que se encontraba en el infinito océano cósmico. Aquel en el que todo nace para morir y todo muere para nacer. Un lugar donde parecía que el Dios del tiempo no había dictado aún sus severas leyes. Se sentía realmente cómodo, flotando y dejando que las corrientes le arrastraran de un lugar a otro. En sus profundidades pudo ver el Árbol de la Inmortalidad (del que tomó una rama) y otras maravillas vetadas - excepto en sueños - a los mortales. De pronto algo empezó a inquietarle; su cuerpo iba desdibujándose, de forma que cada vez él era más océano y menos John. Presentir que eso le llevaría a una total disolución le producía una angustia vital que intentaba reprimir inútilmente. Y entonces supo que era el momento de marcharse de ahí.

Se dirigió hacia el espejo. Arrastrado por la corriente, se había alejado mucho más de lo que pensaba. En esa densa agua, nadar requería mucho más esfuerzo de lo normal. Al cabo de unos minutos se alegró de ver el espejo a un centenar de yardas delante de él, pero al mismo tiempo vio una gran sombra que emergía desde las profundidades. Rápidamente se dio cuenta que se trataba de algún tipo de Leviatán, una enorme serpiente-pez, guardián de las profundidades. Y se dirigía hacia él con las fauces abiertas de par en par para engullirle y condenarle a convertirse en partículas olvidadas en el mar. Nadó con todas sus fuerzas y cuando llegó delante del espejo, intentó pronunciar las palabras mágicas, pero de su garganta llena de agua no salió ningún sonido. La criatura del inframundo se acercaba cada vez más. Entonces John pronunció mentalmente las palabras, y el espejo se abrió justo a tiempo para que lo atravesara. Al no pronunciar las palabras, el hechizo se rompió, y el cristal se partió en doce pedazos, dejándolo inservible para siempre e impidiendo que nadie, ni el Leviatán, pudiera cruzar hasta este mundo.

John cayó al suelo, empapado y exhausto, y sacó de su bolsillo la rama del Árbol de la Inmortalidad y la dejó junto a él. El espejo se hallaba en una habitación con una extraña decoración. Sentía que su fin estaba llegando. Levantó la cabeza y a través de una ventana abierta vio una arboleda cercana. Con las pocas fuerzas que le quedaban, se irguió sobre sus piernas, subió al alfeizar de la ventana y se arrastró hasta el bosque. Era una agradable tarde. Y mientras escuchaba el trino de los jilgueros, el viajero del tiempo se rindió a la liberación de su alma.

II
Era una soleada tarde de primavera en Boston a finales de los sesenta cuando Jack volvía a casa. Los jilgueros trinaban, pero él ni siquiera se fijó; había tenido un día horrible en el colegio. Eso no era ninguna novedad, pues todos los días en los últimos meses habían sido un “día horrible”.

Para empezar, en clase se aburría soberanamente; no dejaba de mirar el reloj de la pared mientras rogaba al dios del tiempo para que las agujas giraran más y más rápido. A pesar de que ni en casa, ni el colegio ni en la iglesia le habían hablado de “un dios del tiempo”, él daba por supuesto que tal deidad existía. Porque considerando lo importante que era para los adultos el paso de los segundos, minutos, horas, días semanas, meses y años, era lógico pensar que hubiera un dios que se encargara de controlar ese asunto tan delicado. Él seguía rezándole, aunque sus plegarias parecían tener un efecto contrario al deseado.

En el recreo las cosas no mejoraban; intentaba jugar y divertirse con sus compañeros, casi siempre (y de forma inexplicable) acababan peleándose, llevándose algún golpe aquí y un moratón allá. Sin embargo lo peor de todo eran las interminables discusiones de sus padres. Interminables e invisibles, pues cuando el niño estaba delante, dejaban de discutir. Sin darse cuenta de que sus mutuos reproches se oían desde la cocina, el jardín o su habitación.

Mientras se acercaba a casa, oyó la discusión número dos mil setecientas treinta y cinco. Ese día su paciencia había llegado al límite, y decidió mostrar su enojo incumpliendo uno de los mandamientos más sagrados de sus padres. Cogió una pelota del jardín, la manchó con abundante barro y agua y entró en la casa chutando la pelota a diestro y siniestro. De fondo seguía escuchando el bla bla bla de sus padres. Empezó muy bien porque el primer chut rebotó en la pared del pasillo y llegó a sus pies; volvió a chutar y la suerte siguió acompañándole; esta vez rebotó en la escalera. Animado por los buenos resultados y al mismo tiempo enfurecido por los gritos que iban subiendo de tono, probó una tercera, poniendo está vez toda su fuerza en ello.

Jack oyó un estruendo de cristales cayendo al suelo. Se acercó a la habitación del fondo y vio como el mejor objeto de la colección de antigüedades de su padre, el espejo con marco de madera negra, se había convertido en sólo un marco de madera negra y una docena de cristales rotos.

Lo bueno fue que sus padres callaron. Lo malo fue que bajaron corriendo las escaleras hasta el escenario del crimen. Jack permanecía inmóvil, tratando de no ser visto por sus padres, aunque esa estrategia sólo era eficaz con algunos dinosaurios. No advirtió que un buen número de manchas de barro en el suelo y en las paredes del pasillo señalaban al culpable.

Su padre se puso entre él y el desastre. Mientras le reñía y le condenaba a una larga serie de castigos, Jack dejó de escuchar y se centró en lo que estaba viendo. Dentro de la habitación no había manchas de barro ni agua, ni siquiera estaba la pelota. Sólo unos cristales y una rama. Y en la ventana detrás del espejo, una figura oscura que se arrastraba hasta desaparecer entre la maleza.

En unos minutos todo había vuelto a la normalidad; sus padres discutían en el piso de arriba. Mientras tanto él, sentado en las escaleras del porche, pensaba que, después de todo, no había sido un día tan horrible. En su mano izquierda sostenía con fuerza la extraña rama, como si en un rincón en las profundidades de su memoria futura albergara la certeza de que algún día ese trozo de madera salvaría su vida.

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