¡Mirad, mirad, el Emperador lleva un traje precioso! – gritó de repente un niño vestido de rojo. Le siguió un gran “oooh” de admiración por parte de la multitud, acompañado de una catarata de aplausos y vítores. El Emperador saludaba hieráticamente desde un balcón de palacio, siguiendo el ritual de presentación de un traje nuevo – por cierto, cada vez con mayor frecuencia. Y es que de la misma manera que otros monarcas nunca tenían suficientes palacios, carruajes o amantes, su majestad tenía debilidad por su vestuario.