29 jun 2017

La Ventana

La calma de una tarde de verano en el desván de la vieja masía se vio interrumpida por el estruendo de los saltos de la niña subiendo rápido la escalera. Acababa de llegar allí y estaba realizando su acostumbrado reconocimiento de un nuevo espacio. Cuando llegó arriba, se detuvo unos instantes para no olvidar los olores que la invadían: de fondo, aroma de madera vieja del suelo y el techo calentada por el sol y enfriada por la noche durante miles de días. Y recubierto por el leve perfume de los restos de varias hierbas aromáticas que colgaban mustias de una viga; parecía que algún antiguo habitante de la casa se las había dejado ahí en una huída precipitada años atrás.

Bajó la vista y echó un vistazo a la estancia; estaba llena de viejos muebles, que con el tiempo habían igualado su color entre ellos, mostrándose como una sola identidad con una abigarrada forma. También vio una amplia ventana, ante la que se recortaba la silueta de un hombre; mas cuando sus ojos se acostumbraron al contraste de luz se dio cuenta de que no era un hombre, sino un niño subido en una pequeña silla. Inmóvil, parecía que observaba algo verdaderamente interesante fuera.

La curiosidad innata de la niña le hizo acercarse para descubrir qué era aquello tan maravilloso. Cogió una silla pequeña de madera de un rincón donde había varias abandonadas; le pareció demasiado desvencijada, así que escogió otra que le pareció más sólida. La puso junto a la del chico y se subió en ella. Apoyó sus brazos sobre el alfeizar, y aúnen seguida se olvidó del niño, pues lo que se mostró ante sus ojos la dejó pasmada.

El camino que conducía a la masía dividía el verde paisaje en dos, hasta perderse en el horizonte, donde dos colinas plagadas de árboles hacían de frontera difusa con el cielo azul. Pero lo más fascinante era precisamente los detalles no se apreciaba a primera vista, y que requerían de una paciente contemplación; una flor diminuta cuyos pétalos eran agitados por el viento, un insecto subiendo afanosamente por el tallo de una planta, dos pájaros charlando en la cima de un árbol.

Una brisa fresca iba trayendo constantemente nuevas fragancias del bosque. La niña movió levemente sus pies y la enea de la silla hizo un crujido, como quejándose, pero no se rompió. Después miró hacia abajo, y vio la fachada de piedra desnuda que se extendía hasta el suelo. Por unos instantes sintió un poco de vértigo y miedo; se agarró fuerte al alfeizar y se fue tranquilizando a medida que volvía a levantar la vista hacia el paisaje.

Los dos niños pasaron la tarde así: observando el panorama a través de la ventana, uno junto al otro. Sin cruzar una mirada ni pronunciar una palabra, pues eso no hacía falta para que en todo momento cada uno sintiera la presencia del otro. Además ambos sabían que, aunque su mirada estuviera centrada en el paisaje, esos momentos no hubieran sido igual el uno sin el otro.

El sol empezaba a esconderse tras de las montañas cuando de repente el niño bajó de la silla y salió corriendo del desván. La niña iba a girar la cabeza para mirarle, pero justo en ese momento tres golondrinas pasaron justo delante de ella y se quedó atónita observando su elegante vuelo. Después vio al niño corriendo por el camino, alejándose de la casa. Ni él se giró ni ella hizo ningún ademan de saludarle; habían compartido esa tarde, como muchas tardes antes. Y como muchas tardes después.

Ella siguió contemplando el paisaje, disfrutando del rato de luz que aún le quedaba.

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