20 ago 2017

Una gota de agua

Yo giraba sin parar en un torbellino envuelto en la más absoluta oscuridad. Era como un sueño – mejor dicho una pesadilla – sin fin. Sentía una sorprendente serenidad, a pesar de que la mayoría de gotas que me rodeaban no paraban de lanzar chillidos de angustia, que se alternaban con escandalosos sollozos.

De repente, la negra oscuridad se transformó en brillante luz blanca, y los gritos y lloros fueron sustituidos por el sonido ensordecedor de un chorro precipitándose contra una piedra. Al girarme pude ver que estaba saliendo por la boca del caño de una fuente. Quedé maravillada con la imagen de la fuente, que se revelaba imponente bajo esa luz blanca que casi cegaba mis ojos.

Estaba tan ensimismada observándola, que no me di cuenta de que inevitablemente me estaba alejando. Intenté volver hacia la fuente, subiendo chorro arriba, pero la avalancha de multitud de gotas me lo impedía. Ahora ya ni sollozaban ni chillaban; gritaban de alegría y reían por estar en la luz, como jugando en un parque acuático. Creo que casi ninguna se giró para ver la fuente. Adelante, siempre adelante.

Yo les señalaba la fuente y gritaba “¿Es que no la veis?” pero el jolgorio y el cachondeo general eran tan grandes que ninguna de ellas me hizo caso. Mientras me precipitaba por un riachuelo, una sensación de tristeza se fue apoderando de mi; ya añoraba el instante preciso en el que vi por primera vez la fuente. Un instante que estaba cada vez más lejos.

Al cabo de unas horas ya estaba en el río. La corriente era suave, lo que junto a la gran anchura del río, propiciaba que las gotas se reunieran en pequeños grupos de tertulia. Aquí el ambiente era mucho más relajado, como en un cóctel en un atardecer de verano en un jardín junto a la playa. La novedad de la luz ya había sido superada y, sinceramente,  no había mucho que hacer salvo dejarse llevar por el curso.

De esta forma me entretuve hablando con infinidad de gotas con la finalidad de descubrir qué era aquella misteriosa fuente y cómo podía volver a ella. Solamente unas cuantas de ellas se habían fijado en la fuente al salir, aunque las descripciones que hacían eran bastante difusas. Además, había tantas versiones como gotas.

Por otro lado encontré un número mayor de amigas (aunque seguía siendo un grupo marginal) que se preguntaban hacía donde íbamos, y la respuesta general era algo llamado mar. Pero nadie sabía lo que era y que nos pasaría una vez allí. La excepción eran unas cuantas gotas resabidas (y, por qué no decirlo, raras) que decían conocer perfectamente tanto la fuente como el mar. Sus descripciones me parecieron bastante fantasiosas, así que no me creí sus promesas de felicidad marina a cambio de obediencia en el río. Como veis, no llegué a ninguna conclusión relevante, salvo que la mayoría de gotas no se cuestionaban nada.

Seguí con mis pesquisas preguntando a los que me iba encontrando en el río. Las rocas no sabían ni lo que era el río, pues ellas siempre estaban quietas en el mismo lugar, así que ya ni les pregunté sobre la fuente o el mar. Los cangrejos de río tampoco sabían lo que era el mar, pero me aconsejaron que hablara con un pez llamado salmón, porque les parecía haber oído que venía de allí. Me costó bastante encontrarlo, y cuando le pregunté, apenas pudo decirme nada, porque estaba agotado y moribundo. Y así pasaban los días, bajando por el río, con las mismas preguntas y ninguna respuesta convincente. Lo único que cambiaba era la añoranza de la fuente, que iba haciéndose cada vez mayor.

Hasta una mañana, en que algo raro sucedió: las gotas de mi alrededor empezaron a absorber pequeñas partículas y cambiaron su aspecto. Yo mismo empecé a sentir algo raro, a medida que esas sales minerales entraban en mí. No me resistí, ya que percibí que esa transformación era algo tan natural como inapelable.

Me había convertido en una gota de agua de mar. No sentía que nada hubiera cambiado significativamente, salvo que mi carácter era un poco más efervescente. Concluí que el mar era simplemente un rio de agua salada inmenso. A parte de eso, la mayor diferencia era que ahí nuestro movimiento no era en una sola dirección, sino hacia todos lados. En el fondo había corrientes (una especie de ríos dentro del mar) que te llevaban de un lado del mundo al otro en pocas horas. Mientras que en la superficie habitualmente nos movíamos en vaivén, formando olas. Si en el río había un batiburrillo de gotas, aquí en el mar la situación se desmadró. Había gotas procedentes de todos los ríos del mundo, cada una con un punto de vista más extravagante. Ahí seguí con mis pesquisas; nadie sabía lo que era la fuente. Y eso que pregunté a todos, desde los peces ciegos de las profundidades abisales hasta las grandes ballenas que viajaban por todo el mundo, pasando por el diminuto plancton.

Desesperanzada, me acerqué a la superficie para dejar que la luz blanca me inundara. Un agradable calor empezó a invadirme, y poco a poco sentí que me iba evaporando hasta ascender por el aire. Justo en ese instante sentí que todas las gotas de agua me conectaban a través del mar río arriba, hasta llegar al caño de la fuente. Y al mismo tiempo ese vínculo se prolongaba desde mí hacia adelante, por el aire hasta el vapor de las nubes, la lluvia que empapaba la tierra y el agua que se filtraba hasta la fuente.



Por algún extraño motivo, no lo había apreciado hasta entonces: todo el tiempo yo había permanecido ahí, justo en la boca del caño de la fuente.

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