Estoy tomando el sol en un parque, aprovechando que el invierno todavía persiste (a pesar de que los grandes almacenes insisten en lo contrario). A mi lado, un abuelo con su nieto de cinco años comiendo patatas fritas. Cuando el crío se cansa del aperitivo, el yayo le sugiere que tire unas cuantas a las palomas. Hace unos minutos que las aves merodean por aquí; su infalible instinto les avisa de que pronto disfrutarán de un picoteo improvisado.
Estoy contemplando esta dulce estampa cuando de repente el señor le suelta al niño: “¿Sabes Jaime por qué las palomas tienen tanta hambre? Pues porque ellas también sufren la crisis”. El niño no cambia su expresión y las palomas siguen llenando el buche. Sin embargo, y a pesar del sol, yo me quedo helado.
Estoy contemplando esta dulce estampa cuando de repente el señor le suelta al niño: “¿Sabes Jaime por qué las palomas tienen tanta hambre? Pues porque ellas también sufren la crisis”. El niño no cambia su expresión y las palomas siguen llenando el buche. Sin embargo, y a pesar del sol, yo me quedo helado.