En la parrilla de salida del Gran Premio, Alejandro accionó la palanca que encendía el motor de su monoplaza de Fórmula 1. Más que sentado dentro de él, parecía estar encajado entre toda esa tecnología que le conectaba a los ordenadores del jefe de equipo, como si él no fuese más que otro elemento del cockpit. Estaba aprisionado en ese minúsculo espacio, sintiendo la humedad asfixiante de la leve lluvia de la metrópolis asiática, enchufado a la máquina como un bebé prematuro a su incubadora. Pero ninguna de esas incomodidades le hacía apartar su atención de lo verdaderamente importante; estaba viviendo la temporada de su vida. Por fin había conseguido el tan ansiado contrato con la escudería más prestigiosa. Tenía a su servicio el mejor equipo de ingenieros y mecánicos. El título mundial no se le podía escapar. Fijó su mirada en el rojo de los cinco semáforos, el mismo rojo del torrente de sangre que circulaba por sus venas.
29 abr 2010
11 abr 2010
Los Odres y la Sal

Conocí a Erkan y Azad, dos soldados bashi que habían probado su valor en el largo asedio de la ciudad de los infieles. En su viaje de vuelta, la gran escasez de sirvientes nubios obligó a su capitán a asignarles parte de la carga de víveres; dos grandes fardos, el primero sin apenas valor, formado por odres vacíos que hacía unas semanas estaban llenos de dulce vino de Armenia; el segundo fardo contenía varias arrobas de sal, de gran valor e indispensables para la conservación de la poca carne que iban saqueando. Erkan, con mayor veteranía y astucia, eligió los odres, ya que menos peso suponía menos fatiga y menos valor hacía prever menos castigo en caso de pérdida. Azad aceptó cargar con el pesado fardo de sal.
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