Anclado por las dolencias de la vejez en mi cama de mi palacio en Jerusalén, yo David, Rey de Israel, salgo de mi adormecimiento al oír los vítores del pueblo a través de una ventana cercana. Ahora no me aclaman a mí, sino a mi hijo Adonías quien, aprovechando mi extrema debilidad, acaba de proclamarse a sí mismo nuevo monarca. No siento rencor hacia él; tan sólo espero que no cometa los mismos errores que yo. Me tortura el agridulce recuerdo de la exuberante Betsabé, en aquel tiempo en que mi incontrolable lascivia me llevó a los umbrales del mismísimo Infierno. Me fustiga la memoria de la muerte de mi querido hijo Absalón, que tuvo lugar cuando luchaba por arrebatarle el poder a su propio padre. A pesar de todo, esbozo una suave sonrisa cuando empiezo a rememorar la historia con Goliat, pues intuyo que, con el buen propósito de mitificar mi figura, la versión que mis cronistas legarán a la Historia no será del todo cierta...