31 dic 2013

Biografía

Durante una soleada mañana de primavera broté en una rama intermedia de la copa de un álamo plateado, cerca de la entrada del parque de la ciudad. Esa ubicación fue el resultado de una serie de decisiones importantes. Porque no me considero una de esas que cambian de parecer como una veleta; una vez hecha la elección, ese sería mi lugar para toda mi vida.

¿Por qué en el parque? Esta fue la resolución más fácil, porque en el exterior no había ni una señal de que la madre naturaleza hubiera pasado por ahí. Lo más parecido a un vegetal eran las farolas.

Elegir el árbol ya me costó más; cada especie tiene sus peculiaridades, así que busqué la que más me convenía. Escogí un ejemplar muy resistente y elegante; la resistencia me garantizaba una larga vida y la elegancia… pues quizás haría que esa larga vida fuera más agradable.

Estaba situado en un camino principal (cerca de la entrada del parque, como ya he dicho antes). Eso suponía dos ventajas: por una parte, al estar en una zona tan visible, los jardineros se preocuparían de que mi árbol estuviera siempre bien cuidado. Y por otra, como me encontraba en una zona muy concurrida, el ir y venir de los visitantes haría que siempre estuviera entretenida.

Y finalmente tuve que escoger mi sitio dentro de la gran cantidad de ramas del álamo. Estando en la parte baja me exponía a que los jardineros (podando) o los niños (jugando) me arrancaran, lo cual hubiera sido muy inapropiado. Arriba del todo, al principio puede que me sintiera como la reina del mundo vegetal, pero creo que en seguida me daría cuenta de que eso no compensaba el frío y la soledad de la cima. En el centro, me sentiría protegida por las demás y tal vez la multitud acabara agobiándome. Así que elegí una rama de la parte media en el borde exterior de la copa; allí tendría seguridad y también cierta privacidad. Y en la parte sur, donde disfrutaría de muchas horas de sol.

Desde el momento de brotar ya empecé a pensar cómo quería ser de mayor; el tiempo pasa muy rápido y no es cuestión de ir improvisando. Tendría un tamaño medio, ni muy grande ni muy pequeño. De forma oval, los bordes aserrados me darían un toque especial. Sin embargo, la clave estaría en el color: por el efecto de la clorofila, inevitablemente el haz tendría un tono verdoso, pero el envés mostraría un deslumbrante verde plateado.

La vida en el árbol estaba muy lejos de ser aburrida. Las que ya habían brotado unos días antes se dedicaban a explicarnos la historia de su vida a las novatas; era el inevitable precio que había que pagar por ser una recién brotada. Pero al mismo tiempo tuve la oportunidad de una venganza verbal con las que vinieron después de mí.

La primavera fue bastante agitada. Una mañana nos despertamos con una invasión de orugas que querían convertir el árbol en su casa y, a nosotras, en su comida. Tuvimos que emplearnos a fondo, atacándolas sin piedad con nuestros cortantes bordes aserrados. Tras la batalla, mientras los insectos se batían en retirada, una oportuna fumigación de los jardineros acabó por aniquilarlas.

Al formarse los primeros frutos, mi principal labor pasó a ser protegerlos y cuidarlos. La etapa más delicada era la maduración; en varias ocasiones tuvimos que hacer frente a monstruosos gorriones que se los querían comer. Mi plan, que por cierto gozó de gran popularidad, consistía en engañar a los pájaros escondiendo los frutos bajo mi manto verde.

Llegó el verano y con él, el calor y un cierto aburrimiento. Recuerdo que nos pasábamos las tardes ensayando el meneo sincronizado. El contraste entre los reflejos verdes y plateados creaba un bello espectáculo.

A finales de Agosto vinieron las tormentas. Me sujeté fuertemente a la rama para no ser arrastrada. Por desgracia, algunas de mis compañeras no lo consiguieron. 

Con la llegada del frío y del viento, el otoño hizo su aparición. Mis amigas empezaron a marcharse una a una, así que cada vez era más difícil encontrar a alguien con quien hablar. Los niños que con sus risas habían alegrado mis tardes de verano, de repente dejaron de venir a jugar al parque. La tristeza me quitó el apetito por la clorofila, y a medida que me iba debilitando, los brillantes verde y plata del verano se fueron apagando poco a poco, hasta convertirse en amarillo y gris.

Una tarde de Noviembre sentí que había llegado el momento de partir; sin pensármelo mucho, me solté de la rama y me lancé al vacío. Para no estrellarme contra el suelo, en seguida busqué una corriente de aire ascendente. Así pude cumplir uno de mis sueños: descubrir al fin lo que había más allá. Di una vuelta por encima del parque, vi las copas de los árboles, los numerosos caminos serpenteantes y, a lo lejos, vislumbré algunas manchas multicolores, que podrían ser otros parques.

El gorgoteo del agua me hizo mirar hacia abajo y por primera vez vi la gran fuente que presidia el parque. Me acerqué y suavemente me posé sobre la superficie del agua. Desde allí tenía una impresionante perspectiva de la estatua de mármol que coronaba el monumento. Era una especie de héroe de la antigüedad que estaba a punto de aplastar a una enorme serpiente de varias cabezas. En sus blancos ojos pude ver que, a pesar de que había vencido en numerosos combates, en el último había sido derrotado por la lógica y condenado a ser recodado solamente en algunos cuentos infantiles.

Un niño enfundado en un abrigo gris se acercó y jugamos un buen rato con un palo. Empezaba a coger frío, así que me lancé fuera del agua. El niño se alejó llorando porque su madre le reñía por haber cogido “esa cosa del suelo”. Inesperadamente caí en medio de una gran reunión, donde mis amigas (y otras que no conocía) estaban charlando sobre sus planes para ese mismo invierno.

Anochecía cuando algunas de nosotras (las más intrépidas) subimos a una pala que agarraba un jardinero y saltamos sobre una hoguera. El fuego me dejó hipnotizado. Mientras me consumía, toda mi vida pasó ante mí. Y me sentí orgullosa de todas las elecciones que me habían llevado hasta ese lugar y ese momento.

“Pero… ¿fueron siempre decisiones mías? O, por el contrario…”

Volví a la realidad y me alejé de esa absurda duda. Ya nada tenía importancia. Me entregué, feliz, a las llamas que suavemente transformaban mi ser. En unos instantes me convertí en sutil ceniza, y me dejé llevar por la espiral de humo hasta alcanzar las estrellas.

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