20 feb 2014

El zapato de cristal


-Alteza, ¡Tenemos que encontrar una solución a este lío! – dijo Bernard, el asistente personal del príncipe Alain, mientras intentaba cerrar la puerta tras de sí. Por suerte un par de guardias le ayudaban; al otro lado, una manada de jovencitas que empujaban y gritaban su derecho a ser la futura princesa.

-La fecha acordada para vuestra boda se acerca, y ya hemos realizado todos los preparativos. Sólo nos falta un pequeño detalle: encontrar una novia para vos.

Alain, que hasta entonces había estado ensimismado mirando las nubes por la ventana, se giró:

-Uff…Ya sé que mi padre me advirtió que si no me casaba pronto me quitaría todos los derechos al trono, pero ya sabes Bernard que las chicas no son lo mío.

- Sí, alteza, pero recordad que ante vuestra indecisión, su majestad el Rey dispuso que vos os casarías con la que él consideró la muchacha más bonita del baile. Pero Ella desapareció de la fiesta antes de conocer su nombre. Por suerte, en su precipitada huída perdió uno de sus zapatos de cristal. Concretamente el izquierdo.

- Entonces, gracias a mi alta alcurnia, tuve la genial idea de hacer venir a palacio a probar el zapato a todas las jóvenes del reino, y así encontrar a la afortunada que será mi futura esposa.

- Por supuesto que encontrasteis una solución brillante; lo que no tuvisteis en cuenta es que la talla de ese zapato es muy común… ¡y por eso aquí fuera hay doscientas treinta y cuatro súbditas a las que el zapato les encaja a la perfección!

Bernard se sentó y abstrayéndose de los gritos de las jóvenes, se concentró y meditó un buen rato. – ¡Ya lo tengo! Sabemos que esos zapatos de cristal tan perfectos son únicos… Así que... ¡sólo la futura princesa podrá traernos el correspondiente zapato derecho!

En seguida proclamaron un nuevo edicto, y doscientas treinta y tres candidatas volvieron cabizbajas a sus casas, pues ninguna de ellas pudo presentar el zapato adecuado. La otra se quedó como concubina del Rey.

Entretanto Ella se había hartado de recibir órdenes de su madrastra, de que sus hermanastras le cambiaran el nombre y de esperar a aquel príncipe. Que, por cierto, en la fiesta parecía más pendiente de sus jóvenes cortesanos que de ella.

Así que se marchó de casa, no sin antes coger el poco dinero que había ahorrado, alguna ropa y otros enseres. Tampoco olvidó el zapato de cristal, pese que no sabía de qué le serviría. Con algunas monedas compró un caballo. Luego subió a una colina, donde estaba la tumba de su madre. Se arrodilló y murmuró algunas frases, casi inaudibles, al tiempo que una lágrima recorrió su mejilla. Levantó la mirada y vio que la pequeña rama que ella había plantado el día del entierro se había convertido en un hermoso avellano. En aquel momento su Hada Madrina apareció en forma de pajarillo posado en una rama, y le dijo:

-Adiós Ródope. Cuando necesites mi ayuda, sólo tienes que recordar que toda mi sabiduría mora en tu corazón. – Y se alejó volando.

Después fue a visitar a Andrea, la hija del herrero, que tendría su misma edad. Decían que su nombre real era Andrés, y que se hacía pasar por su propia hermana; la verdad es que era muy convincente imitando los vestidos, maquillaje y forma de andar de una auténtica mujer. Lo único que le delataba eran sus fornidos brazos, fruto de muchas horas de trabajar en la fragua. -Andrea, toma este zapato. Si te presentas ante el príncipe con él, seguro que te elegirá como la nueva princesa. Pero no digas que te lo he dado yo.

-¿Yo la princesa? – dijo mientras el rostro se le iluminaba. ¡Muchas gracias! Por cierto, ¿tú te llamas Cenicienta, verdad?

-Creo que me confundes. Yo soy Ródope. – Y esbozó una sonrisa antes de marcharse.

Luego Ella cabalgó más allá de las fronteras del reino, y no paró hasta encontrar un hermoso lugar donde emprender una nueva vida, dedicándose a la artesanía y a estudiar los libros que hasta entonces le habían sido prohibidos.

Horas más tarde, en el palacio real, el príncipe quedó maravillado con la bizarra belleza de Andrea, al tiempo que un desconfiado Bernard comprobaba que se trataba del auténtico zapato de cristal. A pesar de que el Rey no estaba muy convencido de que aquélla fuera la misma chica que vio en el baile, se excusó en su mala vista y dio su consentimiento para que se casaran con tal de asegurar la continuidad de su linaje.

Tras la boda real, el príncipe Alain y Andrea fueron muy felices, a pesar de que las malas lenguas cuentan que jamás pudieron tener hijos.

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