Hoy en día casi nadie recuerda
la historia de los tres reyes, que con sus hazañas fueron el orgullo del mundo
antes del Diluvio.
En esos tiempos la tierra
estaba dividida en tres reinos en tres grandes islas. Sus nombres serían
impronunciables en nuestra lengua, así que para simplificar las llamaré según
el color que dominaba en cada uno: la Isla Verde, la Isla Roja y la Isla Blanca.
Los tres Reyes habían conseguido grandes proezas, y siempre que se encontraban discutían sobre quién era el más importante. Como no se ponían de acuerdo, decidieron que cada uno buscaría la forma de ser el rey más recordado por la posteridad.
El Rey de la Isla Verde reunió
a todos sus sacerdotes y astrólogos, y les ordenó que buscaran la manera de que
nunca se olvidaran de él. Después de tres semanas de intensos debates, le
dieron una respuesta: construir una gigantesca estatua de piedra del Rey. Los
trabajos se iniciaron en seguida y se prolongaron más de treinta años, cuando el
Rey era ya un anciano moribundo, de forma que nunca llegó a verla terminada. El
monumento, que medía 47 codos de alto, era una maravilla en su época. Estaba
construido con piedra caliza y recubierto de mármol negro. En la cabeza llevaba
una corona chapada en oro y con incrustaciones de piedras preciosas. Era una
obra colosal; cuando los barcos se acercaban a la isla, quedaban cegados por el
reflejo del sol en la corona.
El Rey de la Isla Roja reunió
a sus sabios y escribas, y les propuso el mismo reto. Al cabo de tres días le
comunicaron que lo mejor sería escribir la historia de sus proezas en tablillas
de barro y esconderlas en una cueva secreta. Tardaron tres años en confeccionar
las tablillas. Como correspondía al legado de tan noble monarca, para
guardarlas utilizaron un hermoso cofre adornado con plata y zafiros.
El Rey de la Isla Blanca se
olvidó de la apuesta que había hecho con los otros dos reyes. Una tarde,
mientras paseaba por los jardines de su palacio, encontró al hijo del
jardinero. Su padre hacia poco tiempo que trabajaba allí, por lo que el niño no
conocía a nadie.
-¿Quién eres tú? – Le preguntó
el niño.
- Yo soy el Rey.
- ¿Qué clase de nombre es ese?
– contestó el niño con sorpresa.
El rey se quedó perplejo. Esa
ofensa le hubiera costado la vida a cualquier otro súbdito. Tras unos instantes
de duda, se dio cuenta que por muchos logros y grandezas que contara al niño, seguramente
éste no entendería quién era. Así que probó con algo diferente. Había
construido muchos canales y acequias para irrigar los campos de cultivo, así
que le contó al niño que él se había enfrentado al dragón carmesí que había
arrasado todos los campos y amenazaba a los campesinos, y le había derrotado
utilizando unos látigos azules que le entregó el Hada de los Manantiales.
Al ver que había captado su
atención, el rey continuó con su relato: su habilidad para contratar a los
mejores constructores e ingenieros para tener la flota mercante más segura le
fue contado al niño como “aquella vez en que con palabras de un libro de
sabiduría ancestral ordenó al viento que cesara de avivar la tormenta cuando su
flota estaba en alta mar”. Y su lucha por conquistar la humildad y
reencontrarse con su propia alma fueron las aventuras del rey que una vez
cabalgó en un caballo azul con alas plateadas para salvar a la princesa cautiva
en el castillo del hechicero.
Y así estuvo el Rey contándole
aventuras durante horas. El niño quedó embobado escuchándole, hasta que llegó
el atardecer y tuvieron que despedirse. Le gustó tanto que explicó la misma
historia a sus amigos, que cuando crecieron se la contaron a su vez a sus hijos
y a sus nietos. Y los viajeros llevaron esa historia hasta los cuatro confines
del mundo.
Al cabo de doscientos años, un
descendiente del Rey de la Isla Verde utilizó el oro y las piedras preciosas de
la gigantesca estatua de piedra del Rey estatua para sufragar una guerra que
nunca ganó. Cien años más tarde un terremoto derribó el monumento. Los
sacerdotes utilizaron el mármol negro para decorar un nuevo templo; y
arrancaron la cabeza para tallar en ella la efigie de un Dios recién llegado de
ultramar. Las piedras que quedaron fueron usadas por los campesinos para
reforzar sus establos.
Cuatro siglos después, en las
tabernas de los puertos de la Isla Roja se contaba una historia que decía que
un antiguo rey había hecho unas tablillas que valían su peso en oro. Todo el
mundo quería encontrar ese tesoro. Al final unos piratas encontraron el cofre,
y rompieron todas las tablillas y las echaron al mar mientras buscando
infructuosamente oro en su interior.
Hoy en día casi nadie recuerda
la historia de los tres reyes, que con sus hazañas fueron el orgullo del mundo
antes del Diluvio. Pero esta noche, miles de años después, en algún lugar de la
tierra, junto a una hoguera, un niño escuchará por primera vez la historia del
hijo de los Dioses que derrotó al dragón carmesí con los látigos azules del
Hada de los Manantiales, que hizo cesar la tempestad con palabras de un libro
de sabiduría ancestral y que cabalgó en un caballo azul con alas plateadas para
salvar a la princesa cautiva en el castillo del hechicero. Pero eso sólo es un cuento.
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