20 mar 2015

El Laberinto de Minotauro

“Quizás un laberinto sólo sea un pasillo recto que ha sido torturado, torcido, aplastado y condenado a la más despiadada de las noches.” Palabras en la mente de Teseo que pretenden darle aliento. Plantado delante de la enorme puerta del laberinto, respira hondo como si esa fura la última bocanada de aire sano que fuera a tomar en mucho tiempo. Avanza.

Desde lo profundo, desde el mismo corazón de mi laberinto, aguardo, paciente, entre sombras. En muchas ocasiones he practicado este ritual; espera, rastreo, caza y finalmente, muerte. Pero esta vez es diferente; la sangre con la que mancharé las piedras va a manar de mi propio cuerpo.

Soy hijo de la hermosa Reina Pasifae de Creta, sin embargo mi padre no es el Rey Minos. Ese es el único motivo de mi cruel maldición. Cuando nací, el monarca, ofendido y furioso, me arrancó de los brazos de mi madre y me entregó a unos campesinos para que cuidaran de mi lejos de palacio.

Mi infancia fue la época más feliz de mi vida, a pesar de la pobreza de mis padres adoptivos. Como no tenían espacio para mi en la choza, yo dormía en el establo con los toros, por lo que me fui encariñando con estos animales. En cuanto pude valerme por mi mismo, me dediqué a las labores de pastor. Me pasaba semanas enteras en las laderas del monte Ida con la única compañía de mis amigos astados. Creo que aprendí mucho más de ellos que de los humanos: realmente sentía admiración por su gran capacidad de vivir con un ritmo pausado, evitando mostrar, si no era necesario, la enorme energía y poder que ocultaban en su interior. Pero cuando su furia se desataba, no había fuerza en la tierra que la pudiera detener.

Cuando cumplí los catorce años, vinieron unos soldados del rey y me hicieron tomar una bebida que me sumió en un profundo sueño. Al despertar estaba en completa oscuridad y silencio, tendido sobre unas losas de piedra.

Los recuerdos se desdibujan a medida que intento evocarlos. Creo que los primeros días estaba tan aterrorizado que ni siquiera me moví. Tenía agua y algo de comida cerca. La absoluta falta de ruido era inaguantable, así que para calmarme fui llenándolo con el sonido que me había tranquilizado de niño: el bramido de los toros.

En seguida perdí la noción del tiempo. La falta de luz del sol y la temperatura constante me hicieron olvidar los días y las estaciones. Me guiaba por los intervalos en los que dormía, durante los cuales los sueños estaban llenos de espacios abiertos y de claridad.

Me hubiera vuelto loco si no fuera porque la curiosidad me impulsó a explorar mi nuevo y negro mundo. Por algunos pequeños resquicios se filtraba una tenue luz, y palpando con mis manos las paredes fui descubriendo un enorme complejo de pasillos, escaleras y túneles. Con los años llegué a conocer cada hendidura, esquina y giro. Vacié mi mente de todo aquello que había recogido en el pasado y puse en su lugar un detallado mapa de todo el laberinto.

En mis paseos nunca he llegado a sentirme perdido, pues por alguna extraña razón, el instinto siempre me ha llevado de vuelta al punto donde desperté, el centro del laberinto. Nunca me ha faltado la bebida, ya que en algunas paredes se filtra pequeñas corrientes de agua que he usado a modo de fuente. Al despertar de mi sueño siempre me he encontrado con que alguien me había dejado comida, supongo que a través de una trampilla escondida en el alto techo que nunca he llegado a alcanzar. Casi siempre ha sido un poco de carne cruda; no me ha permitido realizar grandes esfuerzos, pero la cantidad ha sido la suficiente para sobrevivir.

Solamente ha habido un evento que ha roto periódicamente esta monotonía: no puedo asegurarlo, pero habrá sido una vez al año, cuando durante varios días la comida tenía un sabor raro, y poco a poco me iba sumiendo en una especie de sueño lúcido. La ira y la bestialidad se iban apoderando de mí, hasta el día en que al despertar encontraba a mi lado con una máscara de toro y todo tipo de armas. Entonces catorce almas eran abandonadas en el laberinto, siete chicos y siete muchachas, y durante catorce días el silencio del laberinto era sustituido por las voces de esos desdichados: en primer lugar, llantos de desesperación al sentirse perdidos en la oscuridad, después esperanza y ansia por encontrar la inalcanzable salida, para finalmente convertirse en gritos de horror ante la criatura con cabeza de toro que surgía entre tinieblas. Y después, otra vez el infinito silencio.

Un silencio que ahora mismo acaba de ser roto por el ruido de unos pasos. Entre los muros del laberinto veo aparecer a un joven. Es diferente a los anteriores, pues éste avanza erguido y con firmeza. En su mano derecha, una antorcha. En la izquierda, un ovillo del que sale un brillante hilo blanco que se pierde en dirección  a la penumbra.

Me levanto y me pongo en la cabeza la máscara de toro, aquella cuya aparición en medio de la nada ha horrorizado  a tantos. Empuño mis armas pero sin la habitual convicción; sólo quiero estimular al rival a que ataque con más fiereza y así acortar mi agonía.

El intruso se acerca y tras un par de golpes de su espada, todo ha terminado. Desde el suelo, antes de cerrar por última vez mis ojos, veo el hilo lanzando destellos como minúsculas estrellas. Aquellas que no he visto desde mi juventud, cuando en las noches de verano me tendía boca arriba entre los toros en las laderas del monte Ida y observaba la magnificencia de los astros sobre una cortina azul oscuro. Algo me dice que muy pronto estaré con ellos otra vez.

Teseo arranca la máscara y descubre simplemente la cara de un hombre que parece estar en paz. No puede evitar sentirse invadido por una sensación desagradable, de derrota, como si no hubiera honor en esa muerte que acababa de infringir. Empieza a recoger el hilo y se encamina hacia la luz. Mientras, en su mente se devanan otras palabras. “Quizás un monstruo sólo sea un ser humano que ha sido torturado, torcido, aplastado y condenado a la más despiadada de las noches.”

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