16 oct 2015

Fortaleza

El sirviente entró en la tienda para avisar al caballero de que el momento había llegado. Al levantarse sintió exageradamente el peso de la armadura y la cota de malla que cubrían todo su cuerpo. Ya no era tan joven.

Salió y su nariz se estrelló contra el frescor del nuevo día. A cada paso sentía el chasquido de la hierba mojada por el rocío bajo sus botas, como si cada brizna aplastada le recordara a uno de sus enemigos derrotados entre fango y sangre. A lo lejos graznó un cuervo, que parecía quejarse de los intrusos que habían ocupado su territorio, los más de quince mil soldados a sus órdenes que formaban en silencio a lo largo de toda la explanada.
En poco tiempo llegó al lugar donde le esperaba una escena para ser admirada: los primeros rayos de sol iluminaban la muralla de la fortaleza que iba a asediar y luego conquistar. La luz iba bajando como unos dedos luminosos que revisaban cada hendidura en cada piedra. Aquella era la fortificación más fabulosa que sus cansados ojos habían contemplado jamás. 

Se trataba del desafío más importante de su vida hasta entonces. Los anteriores castillos eran casitas de niñas comparadas con éste, tanto por las descomunales dimensiones de los muros como por el magnífico diseño que lo había convertido en una de las pocas fortalezas nunca sometidas.

Pero la experiencia en campañas anteriores habían hecho que esta vez él también se preparara con unos recursos excepcionales: los soldados, arqueros y caballeros más valerosos y mejor entrenados. Las torres, catapultas y otras máquinas de guerra más sofisticadas. Los estrategas más notables. Para él mismo, la cota de malla más ligera y resistente, la armadura más dura y flexible y una espada capaz de partir a un hombre y al mismo tiempo capaz de doblegarse para evitar partirse. Y en su mente, la fortaleza del liderazgo y de la persistencia que él había forjado luchando no sólo con armas en el campos de batalla sino también con palabras en las cancillerías.

La tensión se iba extendiendo lenta pero inexorablemente por todo su cuerpo, haciéndole sentir una estimulante vitalidad. Era la misma sensación que miles de años antes había sentido uno de sus antepasados prehistóricos cuando, agazapado tras unos matorrales, esperaba el momento justo para atacar con su rudimentaria lanza al todopoderoso tigre dientes de sable. Tanto él como su antepasado sabían que, tras ese instante, los dioses de la guerra les arrastrarían inexorablemente hacia la victoria la o derrota. La vida o la muerte.

Giró la cabeza para dar las primeras órdenes a su comandante cuando su mejilla chocó contra una almohada. Abrió los ojos y vio las vigas del techo de una estancia austera. La mezcla del olor perfumado de incienso y madera rancia le hizo pensar que estaba en algún monasterio. El descuidado tañido de una campana cercana y uno susurros femeninos le confirmaron que se hallaba en un convento.

En seguida se dio cuenta que estaba tendido en una cama y casi no podía mover ni brazos ni piernas. El aire entraba y salía de la estancia para permanecer furtivamente en sus débiles pulmones. Y su exhausto corazón intentaba marcar el lento ritmo con que sobrevivía cada célula de su cuerpo.

Aparte de débil, se sentía extraño. Como si un enemigo imperceptible hubiera asediado su cuerpo, para después asaltar las barreras de su piel y finalmente ocuparlo por entero. Y lo que más rabia le provocaba es que todo eso había sucedido sin que él se diese cuenta.

Otro repique de campana se llevó la rabia. 

En ese momento, ya no había murallas que asaltar, sólo las desnudas paredes a las que mirar durante las largas horas de su convalecencia. Tampoco ninguna armadura que le protegiera de las flechas, sólo un fino camisón de hilo para dejar que su piel transpirase. Ningún soldado al que dirigir, sólo unas cuantas monjas a los que agradecer los cuidados y los brebajes y ungüentos que preparaban para curarle. Y ningún castillo qué conquistar, sólo su fortaleza interior para no obstruir el proceso que su propio cuerpo había iniciado.

La calma se iba extendiendo lenta pero inexorablemente por todo su cuerpo, haciéndole sentir que abandonaba toda resistencia. Era la misma sensación que miles de años antes había sentido uno de sus antepasados prehistóricos cuando, acurrucado en un hueco en el fondo de una cueva, recibía las últimas palabras del chamán de la tribu. Tanto él como su antepasado sabían que, tras ese instante, los invisibles guardianes del lugar les arrastrarían inexorablemente hacia la sanación. La transformación.

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