22 oct 2015

Olas


Una ola de dolor se precipitó contra la playa, con la fuerza de cientos de cuchillas clavándose en la arena. Y con ella, los últimos restos del reciente naufragio; un trozo de mástil cubierto de algas, un baúl vacío y con la tapa desencajada, un desgarrado vestido que días antes lucía una condesa y una brújula con el cristal roto, medio enterrada.

Todo ello creaba una configuración tal que, cuando había fuerte oleaje, las olas furiosas formaban charcos por doquier. Algunos eran pequeños y fugaces, pero otros eran grandes y profundos, y llevaban tanto tiempo ahí que habían creado su propio ecosistema: la luz de sol calentaba el agua en la que trozos de algas en putrefacción alimentaban bacterias y parásitos que a su vez eran comidos por gusanos y larvas. A esta nauseabunda sopa acudían de vez en cuando las gaviotas a picotear y añadían sus excrementos al hediondo cenagal.

Un viejo vino a vivir en una cabaña abandonada cerca de la playa. A medida que los restos le fueron útiles, fue recogiéndolos poco a poco. El trozo de mástil se convirtió en la pata de una mesa. El baúl con la tapa desencajada pasó a ser el cofre del tesoro más grande que poseía, sus libros. El  vestido desgarrado de la condesa se transformó en unas bonitas cortinas. Y colgó la brújula con el cristal roto en la pared para que nunca se olvidara de elegir siempre él mismo su propio rumbo.

Hoy una ola de dolor se precipita contra la playa, con la fuerza de miles de cuchillas clavándose en la arena.

Ahora la playa parece despejada, al menos lo suficientemente para que no se formen charcas permanentes. La ola se retira con aparente humildad, llevándose consigo un puñado de arena que sabe que tarde o temprano devolverá a la tierra. Después de ésta vendrá otra igualmente furiosa, con la misma intención de clavar sus cuchillas en la arena. Y así una detrás de otra, hasta el momento en que la tempestad cese y deje paso a otras olas. Unas olas de paz que con sus ligeros dedos de espuma blanca acariciarán suavemente la playa.

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