19 feb 2016

El Mensajero

En mitad del océano había un rey sentado en su trono.


Debajo del trono, un castillo. Debajo del castillo, una montaña. Y debajo de la montaña, una isla.

La isla estaba formada por una llanura que se extendía desde las playas del sur hasta la zona montañosa del norte, donde se asentaba la corte real. Los vastos campos daban buenas cosechas de cereales y fruta, y la suave costa permitía una pesca abundante. Todo el mundo disponía de comida y casa y salvo algunas trifulcas entre vecinos, reinaba la paz, pues no se conocían enemigos con quienes entablar guerras.

El clima era templado en la llanura, mientras que en las montañas eran frecuentes las nieblas y las tormentas. Por eso mucha gente se preguntaba por qué el rey había elegido una ubicación tan extraña para su castillo, a lo que algunos respondían que era “para estar más cerca de sus dioses”.

Como no había problemas qué resolver, el rey rescató un proyecto olvidado por largo tiempo: la remodelación de su castillo. Quería convertirlo en el palacio más majestuoso e impresionante del mundo, y para eso hizo venir los mejores arquitectos, artesanos y constructores de toda la isla.

Su majestad quería dirigir el plan personalmente y, antes de mover una piedra, quería asegurarse que el resultado sería sublime. Así que se reunió con los arquitectos para transmitirles su planteamiento.

“Esta noche he tenido un sueño…” así empezó a hablar el rey, y después pasó a explicar con cierta teatralidad un sueño bizarro, que acababa con una escena en la que una deidad le mandaba que levantara ocho torres, las más altas nunca vistas sobre la faz de la tierra.

Los arquitectos se retiraron y durante cuatro semanas trabajaron para plasmar en papel el encargo del rey. Cuando fueron a presentar los resultados, el monarca les interrumpió con un nuevo “esta noche he tenido un sueño”… y el sueño acababa en otro extraño encargo, esta vez de una deidad superior, totalmente diferente al anterior. En efecto, los arquitectos no habían tenido en cuenta que, mientras ellos trabajaban, el rey había tenido tiempo de soñar mucho.

Y entre sueños y proyectos, iban pasando los meses.

Una mañana de primavera llegó al castillo un mensajero de la comarca costera del sur, con una carta para su majestad. Pertenecía a una familia en la que la profesión de mensajero iba pasando de padres a hijos. Se trataba de un cargo modesto pero que gozaba de gran prestigio en la isla; se enorgullecían de que siempre entregaban sus mensajes a los destinatarios, por muy adversas que fueran las circunstancias.

Su padre había muerto alcanzado por un rayo intentando entregar un mensaje durante una espantosa tormenta. Y la leyenda contaba que su bisabuelo había tardado diez años en entregar un mensaje en un viaje a las gélidas tierras del norte.

Como todo el mundo estaba muy atareado con los preparativos del nuevo palacio, tardaron una semana en darse cuenta de la llegada del visitante. Y entonces le asignaron una audiencia para el mes siguiente con el canciller, la mano derecha del  rey.

El mensajero, que estaba acostumbrado a tomarse sus entregas con paciencia, plantó su tienda fuera de las murallas del castillo y se dispuso a esperar. Finalmente llegó el día de la audiencia y se encontró que, para poder hablar con el canciller, tenía que competir con cincuenta miembros de la corte. La mayoría de ellos querían tratar temas relacionados con el proyecto del palacio, por lo que tenían prioridad absoluta. Y como además él era un completo desconocido, nadie le hizo caso.

Desde aquel día, cada mañana a primera hora se presentaba en la sala, pero nunca conseguía audiencia. Sabía que por muy importante que fuera el mensaje, por encima de todo debía respetar la voluntad del rey. Mas no cejaría en su empeño: no daría su tarea por finalizada hasta entregar la carta.

Llegó el otoño y, a pesar de que en la sala había sólo un puñado de peticionarios, el tiempo de las audiencias era cada vez menor, así que él seguía sin ser atendido.

Los continuos sueños proféticos del rey hacían que se tuviera un dormir ligero. Una noche el ulular de un búho le despertó, y al levantarse y acercarse a la ventana vio una débil luz extramuros. A pesar del frío, cogió su capa roja y salió del castillo para ver de qué se trataba.

Cuando estaba a unos diez pasos vio al mensajero sentado delante de las últimas llamas de su hoguera. Sus miradas se cruzaron y el monarca se quedó helado, sin poder articular palabra. Aunque la luna nueva dejaba al rey en las sombras, el mensajero supo quién era; mas se mantuvo en silencio, pues sabía que no se podía entablar una conversación con el rey sin su consentimiento. Después de unos segundos eternos, se dio la vuelta y volvió al castillo.

El rey quedó consternado por el impacto de ese encuentro. No se atrevió a echar al visitante, pero prohibió su entrada a la fortaleza. Durante el día su cabeza estaba centrada con su proyecto, que ya se había convertido en una obsesión enfermiza. Pero cuando llegaba la noche los reflejos de la hoguera en su ventana le mantenían en un constante desasosiego. Se diría que desde la noche fatídica, la hoguera del mensajero era cada vez más intensa. Incluso algunas madrugadas se despertaba creyendo ver durante unos momentos al mensajero mirándole fijamente desde los pies de su cama.

El invierno también pasó y un día de primavera un ejército de bárbaros de ultramar llegó al castillo. Llevaban con ellos todo tipo de máquinas de asalto, listos para conquistar el castillo Al recibir la noticia el rey montó en cólera, pues nadie le había informado de eso. Hizo venir al mensajero para pedirle explicaciones sobre tan grave error, y este, de rodillas, por fin pudo entregarle la carta.

El rey rompió el lacre con su cuchillo y a medida que iba leyendo el texto, su enfado se iba agravando. Lanzando el pergamino al suelo, gritó:

- ¡El gobernador de la comarca del sur me informa ahora de que los bárbaros han conquistado una isla vecina, y que quizás deberíamos estar alerta!

A continuación desenvainó la espada y, lleno de furia, se abalanzó contra el mensajero. Una roca arrojada por una catapulta – la primera de las muchas que cayeron ese día - entró por una ventana e impactó justo entre el verdugo y su víctima, lanzando a todos los presentes por los aires.

En la confusión del momento, el mensajero herido pudo escapar y alejarse lo suficiente para ponerse a salvo, en una montaña cercana. Y desde allí, al atardecer, vio como los últimos rayos de sol desaparecían tras el castillo del rey, convertido ahora en un palacio de escombros.

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