30 abr 2016

El Traje Nuevo del Emperador

¡Mirad, mirad, el Emperador lleva un traje precioso! – gritó de repente un niño vestido de rojo. Le siguió un gran “oooh” de admiración por parte de la multitud, acompañado de una catarata de aplausos y vítores.  El Emperador saludaba hieráticamente desde un balcón de palacio, siguiendo el ritual de presentación de un traje nuevo – por cierto, cada vez con mayor frecuencia. Y es que de la misma manera que otros monarcas nunca tenían suficientes palacios, carruajes o amantes, su majestad tenía debilidad por su vestuario.

Detrás de él, medio escondido entre los cortinajes, sonreía de satisfacción el causante (y a la vez salvador) de la afición del Emperador. Amadeo era de facto el sastre oficial de la corte, a pesar de que nunca se le había dado ese título. Bajito, regordete y con una melena negra rizada de aspecto aceitoso, en tez blanca asomaba una tímida barba que no se atrevía a salir. Su escaso talento para el diseño de ropa era compensado con creces por su capacidad de inventar nombres exóticos para describir los tejidos más vulgares, además de su elocuencia para convencer a su cliente comprarle trajes hechos con ellas.

El Emperador entró en la sala y la atravesó hasta llegar al trono, ante la reverencia de todos los cortesanos. Se sentó junto a la emperatriz, cuyo rostro exhibía una sonrisa fría, agarrotada. Ella mantuvo el silencio hasta que la música empezó a acompañar mientras el mayordomo iba anunciando a los embajadores de las potencias extranjeras. Pero, incluso entonces, habló a su marido mirando al frente, sin mover los labios, manteniendo la sonrisa, en una especie de ventriloquia propia de la realeza:

- Cariño, llevo dos horas delante de estos patanes, en silencio y sin poder dejar de sonreír. ¿Podéis decirme que ha pasado?

- Nada, simplemente que cuando iba a probarme el traje de cachemira azul de pavo real de los valles de Artemisia, he visto que el sastre traía consigo una nueva tela, de lana roja de alce del Guyotistan, no he podido evitar la tentación y a toda prisa, me ha confeccionado este traje. ¿Verdad que me queda bien?

Ella contestó sin mirarle – Debo ser la única emperatriz del mundo cuyo armario tiene mucha menos ropa que la de su marido. ¿Y cómo vais a pagarlo? ¿No sabéis que estáis al borde de la banca rota?

-No os preocupéis, esta misma mañana he negociado un nuevo crédito con el banquero Ursino, el primo de Amadeo.

-Vaya, seguro que cómo garantía os habrá pedido la corona imperial – Contestó ella irónicamente.

- ¿Por quién me tomáis? Eso es lo que pretendía él, pero con mis artes negociadoras he conseguido que la garantía fuera sólo este palacio.

Ella iba a dejar su posición gélida cuando Amadeo entró en la sala y caminó presuroso hasta sentarse en primera fila. Instintivamente palpó en la bolsa que colgaba de su cinto las veinte monedas de oro que acababa de darle el tesorero imperial como pago por su última creación. Todo había salido bien. Resopló descansado.

Entonces, después de que todos los embajadores ya habían presentado sus respetos, el mayordomo anunció:

-¡El Signore Luigi Farabutto, sastre del Ducado de la Toscana!

Después de depositar una moneda en una mano aquí y otra allá había conseguido ser recibido por el rey. Haciendo una reverencia se presentó:

-Como bien dice vuestro mayordomo, se presenta ante su alteza imperial el humilde sastre Luigi Farabutto, procedente de las cálidas tierras meridionales. Hasta allí ha llegado la fama de su exquisito gusto por las telas más finas, y con ese motivo he tenido la osadía de ofrecerme para hacerle un traje con un tejido nunca visto en estas latitudes: la seda de mar.

Y sacando una pequeña tela cuadrada, más pequeña que un pañuelo, se la entregó al Emperador, que al instante quedó maravillado por su ligereza, su suave tacto y sus brillos tornasolados. Luego le contó que ese tejido se extraía de los filamentos con los que los moluscos se adhieren a las rocas, y que su elaboración es lenta y costosa. Pero las palabras ya sobraban, pues su mirada decía que estaba convencido. De hecho dejó de escucharle, estaba pensando en lo bien que luciría su nuevo traje.

Acordaron que Luigi dispondría de los mejores telares del imperio, una casa donde trabajar y vivir, y que los pescadores estarían a su disposición para recolectar el hilo. La prenda sería entregada a los tres meses a cambio de cien monedas de oro.

Amadeo, que había seguido toda la escena con cierto nerviosismo, no pudo ver bien de que tejido se trataba. Pero viendo peligrar su negocio y que la situación se le escapaba de las manos, intervino:

- Majestad, ya que soy experto en el arte de tejer, me ofrezco a acompañar y ayudar a nuestro visitante. Lo alojaré en mi propia casa.

El Emperador estuvo de acuerdo y los dos sastres salieron de palacio juntos.

Lo acompañó a su casa, una suntuosa villa, en la que vivía con su esposa y su hijo. En vez de alojarle allí, lo llevó a un destartalado granero que había en uno de los campos cercanos. Era un edificio de madera medio carcomida, donde un puñado de niños cosía ropa para su señor, vigilados por un ocioso gañán. A Luigi se le asignó una habitación del fondo, donde antiguamente se guardaba el ganado. También le entregó un viejo telar.

De los tres meses que tenía de plazo y a pesar de sus repetidas reclamaciones, Luigi se pasó el primero esperando a que los pescadores le trajeran los moluscos. Amadeo había dado monedas a los marineros para retrasar su trabajo. Así que, como no tenía nada mejor que hacer, Luigi entabló amistad con los niños, aprovechando los ratos en que el gañán estaba distraído. A través de ellos se enteró de que los trajes para el Emperador no eran el principal negocio de Amadeo: con cada traje del monarca, hacia doscientas copias más sencillas que vendía a los nobles, que pagaban grandes sumas con tal de poder presumir de llevar la misma moda que su Emperador. Y siempre utilizaba telas de mala calidad, pero nadie se daba cuenta pues los clientes sólo se ponían el traje una o dos veces antes de que pasara de moda. Los niños lo sabían bien, pues ellos eran los encargados de tejerlos, a cambio de comida y bajo la amenaza de que si no cumplían los plazos establecidos por el sastre, serían llevados a un tétrico orfanato.

Finalmente los pescadores le trajeron los moluscos. Luigi empezó a extraer los filamentos para confeccionar a mano el vestido. Debido al mes de retraso, tuvo que trabajar también de noche, a la luz de una roñosa vela. Cuando llovía, el agua se filtraba por el techo y tenía que proteger la seda. Mas nada le detenía; se había propuesto que aquel iba a ser su mejor traje.

Amadeo dio instrucciones al gañán de que le informara de los secretos del sastre extranjero. Con sus informes el sastre se dio cuenta que no había ningún secreto, sino un trabajo laborioso que requería muchas horas y gran maestría. Nada que ver con sus creaciones rápidas y a medio embastar. Si el toscano triunfaba, sería el fin de su lucrativo negocio. Afortunadamente, tenía un plan para evitarlo.

Acudió a su red de sicarios, expertos en el uso de las tijeras y otros instrumentos cortantes. Les encargó que fueran a todas las tabernas de la ciudad e hicieran correr el rumor de que Luigi Farabutto había huido de la Toscana acusado de utilizar la magia negra para invocar a unos espectros que le ayudaban a hilar el tejido, hecho con cabellos de niños. Y que el vestido que estaba haciendo para el Emperador era satánico, tan ligero que era casi invisible. Los sicarios acompañaban estos mensajes  convidando a sus oyentes a jarras de cerveza, lo que facilitaba que las noticias fuera calando en las mentes de los aldeanos.

A pesar de los contratiempos, Luigi entregó el traje a tiempo. Él mismo ayudó a ponérselo. Como era costumbre, el Emperador salió al balcón para recibir el aprecio de sus súbditos que, a diferencia de otras veces, tenían una mezcla de miedo y rabia hacia el creador del vestido. Desde la sala, a contraluz, Luigi estaba orgulloso al ver su magnífico trabajo. El sol brillaba con intensidad, y sus reflejos se extendían por todo el traje. Pero desde la plaza, el público estaba deslumbrado, así que nadie podía verlo con claridad. Se hizo un enorme silencio.

¡Mirad, mirad, el Emperador va desnudo! – gritó de repente el niño vestido de rojo. Le siguió un gran “uuuh” de rechazo por parte de la multitud, acompañado de una catarata de risas y mofas. El Emperador siguió saludando como si nada, pero la vergüenza y la rabia iban adueñándose de su interior. Entró y rompió el traje en mil pedazos.

Luigi fue inmediatamente encarcelado acusado de brujería y condenado a muerte. Pudo escapar de la prisión descolgándose por la ventana con una cuerda que tejió con hilo de seda de mar que le había quedado en un bolsillo. Huyó del imperio, no sin antes liberar a los niños, que decidieron acompañarle y aprender de él.

Cuando Amadeo celebraba el éxito de su plan con una copa de sus mejores vinos, su hijo se acercó y, aprovechando que le veía de buen humor, le dijo:

-Papá, Papá, ¿Me harás un vestido nuevo? Creo que éste vestido rojo que me regalaste hace tres meses ya está pasado de moda.

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