31 may 2016

El Príncipe Encantado (I)

Este cuento empieza donde terminan muchos otros cuentos, justo después de la boda entre la Princesa y el Príncipe.  ¿Queréis saber qué se oculta tras la sencilla frase “y fueron felices y comieron perdices”? Pues escuchad con atención.



No solamente ellos eran felices, sino que prácticamente lo era todo el reino. La Princesa era una gran apasionada del arte y la cultura, y poco a poco el Príncipe fue tomando sus gustos. Los mejores artistas de la época acudían al reino pues sabían que allí sus pinturas y esculturas serían apreciadas. Él había sido un gran aficionado a los caballos y de la caza, pero fue dejando ésta última al tiempo que promulgaba leyes de protección de los bosques y de los animales que habitaban en ellos.

Además se fundaron universidades, hospitales, escuelas, teatros, museos y otras instituciones dedicadas a mejorar la vida de los ciudadanos. Y todo eso se financiaba con el dinero que anteriormente se dedicaba a las guerras ya que el Príncipe había perdido su interés por ellas y recientemente se habían firmado diversos acuerdos de paz con los reinos vecinos.

Sin embargo esta situación irritaba al Canciller del Príncipe. Era un joven que, en pocos años había pasado de simple maestro de caballerizas al cargo más alto del reino. Y eso había sido posible gracias a su astucia, su eficiencia y sobre todo a su ambición: se había ganado la confianza del Príncipe cuidando con esmero sus caballos.

Su idea de prosperidad era incompatible con la de la Princesa: según él, el reino sólo seria respetado si conseguía unificar los territorios vecinos bajo su mando. Aunque el Canciller era leal al Príncipe, consideraba que la influencia que la Princesa ejercía sobre su esposo era perjudicial para los intereses generales. Así que, harto de esta situación, fue a ver a la única persona que detestaba a la Princesa más que él: la Hechicera Roja.

Años atrás el padre de la Princesa había acusado a una joven de practicar artes maléficas, cuando en realidad ella era sólo una curandera que había utilizado unas hierbas medicinales para salvar la vida a un caballo moribundo. Antes de que pudiera celebrarse el juicio, una muchedumbre ansiosa de justicia la colgó del viejo roble. La dejaron ahí dándola por muerta. El padre del Canciller, que era el amo del caballo sanado, fue a descolgarla al amparo de la noche para darle un entierro digno. Al cortar la soga la joven tosió ya que le quedaba un último aliento de vida. Cuando se recuperó del susto, el hombre la llevó a su casa y la cuidó en secreto.

Cuando la chica estuvo recuperada, huyó a los confines del reino y se refugió en un viejo templo, labrado en roca viva en un precipicio. Estaba completamente abandonado, pues ya nadie temía ni rezaba a los dioses que habían gobernado a los hombres antiguos. Durante años, y gracias a unos manuscritos de magia negra que había encontrado enterrados allí, ella había aprendido conjuros y pócimas con los que superaban con creces el poder de cualquier brujo de su época. La joven se convirtió en una hechicera. Algunos infortunados cazadores la habían visto en el bosque, haciendo invocaciones en una lengua perdida y con la cara llena de arcilla roja. Ahí se originó el nombre con el que era conocida.

De modo que el Canciller viajó en secreto hasta al templo de piedra en busca de ayuda. Llegó exhausto, y aunque no había avisado de su llegada, encontró a la Hechicera esperándole sentada en la entrada. Tenía la vista perdida en el horizonte, mientras que con la mano izquierda se acariciaba lentamente el cuello una y otra vez. El contacto de las yemas de sus dedos sobre las cicatrices de las rozaduras parecían recordarle el momento de su venganza estaba cerca.

El odio que les unía facilitó que los dos confabuladores no tardaran en llegar a un acuerdo: la Hechicera le suministraría los medios para deshacerse de la Princesa, y a cambio el Canciller convencería al Príncipe para nombrarla nuevo miembro del consejo real. Pero para que ella pudiera volver era necesario que nadie sospechara cual era su verdadera identidad. De forma que esa misma noche, y mediante poderosos sortilegios, se revistió de una nueva apariencia: la de una inocente anciana de pelo canoso, con un vestido de seda blanca y un báculo de arce. Rezumaba bondad y sabiduría por los cuatro costados.  Desde aquel momento sería la “Dama Blanca“.

A la mañana siguiente ambos se dirigieron de vuelta a la corte, asegurándose por el camino de que no quedaba pueblo ni villa sin saber que empezaba un nuevo orden, y que cualquiera que osara enfrentarse a ellos acabaría en la horca.

El Príncipe aceptó de buen grado a la Dama Blanca en el consejo, ya que confiaba ciegamente en el Canciller. En cambio, la princesa percibía en la mirada de la anciana un toque maligno, pero no le comentó nada a su esposo pues era incapaz de demostrar nada.

Una tarde el Príncipe volvía de visitar una ciudad cercana acompañado del Canciller. Agotado por el viaje, no quería llegar al palacio con mal aspecto, por lo que decidió que él y su escolta acamparían en un bosque a las afueras de la ciudad para descansar. El Príncipe pidió a sus soldados que  le dejaran sólo junto al río, pues quería dormir al lado de un viejo roble. Aunque tenían órdenes estrictas de acompañarle siempre, los soldados obedecieron, puesto que no había ningún peligro aparente. De todas formas y como precaución, un soldado vigilaba al Príncipe desde una veintena de pasos.

El Canciller reconoció que esa era la ocasión propicia para ejecutar el malévolo plan. Dio un rodeo y sigilosamente subió al roble. Sus fuertes ramas, que tenían un grosor de más de un codo, aguantaban bien el peso de una persona. Se puso justo encima el Príncipe, y escondido por el follaje, dejó caer con cuidado un hilo hasta llegar a la boca entreabierta de su víctima. Entonces sacó un frasco y vertió su contenido gota a gota en el hilo, y este fue deslizándose hasta la garganta del Príncipe.

Gracias a la red de raíces que comunicaban entre sí a todos los árboles de todos los bosques, el viejo roble sabía que ese hombre que dormía había sido bondadoso con plantas y animales. En cuanto detectó la maldad que se ocultaba en ese brebaje, intentó contrarrestar su acción: sin que el Canciller se diese cuenta, abrió un poco la corteza y dejó que su sabia goteara por el hilo y se mezclara con la pócima. Por su parte, el soldado que vigilaba no notó nada extraño, pues el hilo era demasiado fino para verse a esa distancia.

Al llegar al castillo, el elixir hizo el efecto deseado, pues el Príncipe no reconoció a la Princesa. Y antes que nadie pudiera hacer nada, el Canciller y la Dama Blanca convencieron al Príncipe de que aquella mujer era una bruja, e inmediatamente ordenaron que la encerraran en una habitación del palacio, aislada hasta que se la juzgara. La Princesa, conmocionada por la situación, no tuvo tiempo de reaccionar.

El plan estaba saliendo como habían previsto, pero todavía había que atar un cabo suelto. La Dama Blanca le contó al Canciller que con su bola de cristal había visto el sabotaje del viejo roble, y que con ello la eficacia de la pócima había quedado debilitada: si el Príncipe veía a la Princesa en un espejo, la reconocería. Así que el Canciller ordenó destruir todos los espejos del reino, con el pretexto de que esos artefactos permitían que los malos espíritus se colaran en las casas de las buenas gentes.

Se celebró una especie de juicio en el que por seguridad del Príncipe, no se permitió la presencia de la acusada. Nadie se atrevió a defenderla, y a quien le tocó ese ingrato deber, no puso mucho empeño.  El Canciller era el juez y tras varios dudosos testigos que contaron extravagantes actos de brujería, la Princesa fue condenada a muerte. El Príncipe, que aun guardaba un poco de compasión en su corazón, conmutó esa pena por la de destierro. De todas formas no se sabía cuál de las dos penas era peor, pues el destierro significaba tener que ir más allá del Pantano, del que nadie había vuelto vivo jamás, y del que se decía era el hogar de monstruos y otras criaturas horrendas.

Una madrugada los soldados despertaron a la Princesa. Fuera le esperaba una escolta, el Canciller y una montura para llevarla al destierro. Cabalgaron todo el día. Anochecía cuando llegaron al Pantano. Ella desmontó y mientras la escolta esperaba en silencio, puso sus pies en las cenagosas aguas, que sólo le llegaba a los tobillos, y empezó a andar rodeada de una espesa bruma.

A los pocos pasos se oyó un agudo chillido y unas alas surgidas de las tinieblas rozaron su cabeza. Al mismo tiempo sintió que una criatura viscosa pasaba entre sus pies, pero no tuvo el valor de mirar hacia abajo. Estaba presa del pánico; se detuvo unos instantes ya que sus pies no le respondían.

Mientras, en el palacio, el Príncipe dormía agitadamente. En sus sueños aparecía la Princesa, que desde la oscuridad extendía sus brazos implorándole que la salvara, y él intentaba sujetarla, pero no la alcanzaba. Finalmente se esforzó un poco más, y cuando las yemas de sus dedos se tocaron, el Príncipe empezó a recordar vagamente quien era ella. Parecía que era verdad aquello que se contaba en la antigüedad: que el reino de los sueños es inmune a los hechizos lanzados en el reino de la vigilia.

Debajo, a mucha profundidad, en las antiguas catacumbas del palacio, la Hechicera Roja invocaba a los  espectros negros para que se infiltraran en los sueños del Príncipe.

En el Pantano, el sonido de los soldados tensando sus arcos convenció a la Princesa de que, a pesar del terror, debía seguir avanzando. Caminó unos pasos más, hasta perderse en la niebla, justo antes de repetirse el chillido y el roce viscoso.

(Continuará…)

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