1 jul 2011

Bárbara Azul



- Hijo mío, tú dirás lo que quieras, pero esa señora tiene el pelo demasiado azul; y en mi familia siempre se ha dicho que eso trae mala suerte – dijo Camille, la madre a Jean, justo después de que la Condesa Bárbara Azul acabara de visitar su casa.


- Pues a mí me parece una chica muy agradable y… muy muy rica. Ya sé que no es rubia como nosotros, pero a mí eso me da igual. Puede ser una buena esposa para mí. Reconozco que, a pesar de su juventud, tiene el gesto amargado; sin duda causado por la desdicha de enviudar tres veces.


- Esa es otra cosa que me huele mal. Los tres maridos murieron por ataque al corazón, según la versión del doctor Dupond, que fue el único que pudo ver los cuerpos. Jacques el sepulturero me dijo el otro día que le parece que los tres ataúdes del mausoleo de la condesa están vacíos.

- Mama, ¿y tú le haces caso a ese Jacques? ¡Si lo único que nunca está vacío es su vaso de vino en la taberna!

- Además los aldeanos, sólo de oír su nombre, se aterran y eluden cualquier conversación. Aunque bien mirado, si no te casas con ella, te vas a quedar para vestir santos. Y como tu difunto padre diría, "ya eres mayorcito para decidir por ti sólo". Así que enviaré un emisario para comunicar a la condesa que aceptamos la invitación que acaba de hacernos; pasaremos una semana en su castillo.

Y así fue como, al cabo de quince días, Jean y su madre Camille fueron llevados al castillo de la condesa en su carruaje azul. También fueron invitados varios amigos de Jean, y algunas mozas del pueblo. En un principio todos tenían miedo de acompañarle, pero Jean, con su retórica y unas cuantas monedas, les convenció de que no había nada que temer.

Desde su llegada, la condesa les trató con la máxima hospitalidad. Se celebraron juegos en el campo, paseos en barca por el río, merendolas y bailes. Todo fue diversión y festejos. Camille no pudo evitar ver las continuas miradas de complicidad entre Bárbara y su hijo, y poco a poco se le ablandó el corazón y se rindió a la evidencia: el amor estaba naciendo entre los dos jóvenes.

En la última noche, después de los fuegos artificiales del banquete de despedida, Camille y la condesa paseaban por los jardines:

- Condesa, he de confesaros que en estos días habéis conseguido que cambiara mi opinión sobre vos; en confianza os digo que os tenía por alguien temible, y al conoceros me he dado cuenta que sois una dama gentil y adorable.

- Muchas gracias Camille. A menudo la gente me juzga por el color de mi pelo, aunque en el fondo soy una mujer como otra cualquiera.

- Sin embargo, entenderéis que esté preocupada por el bienestar de mi hijo, ¿os ofendería si os preguntara cuales son vuestras intenciones con él?

De ningún modo me ofendéis, pues vuestra pregunta es prudente. Sabed que estoy tremendamente enamorada de él, y si vos dais el visto bueno, mi intención es casarme con Jean. Pero para eso necesito que me ayudéis como cómplice; ya sabéis que vuestro hijo es un poco apocado, y le iría bien un empujoncito. Así que le podríais sugerir que mañana, antes de marcharse, venga a este mismo banco del jardín, en el que le estaré esperando, y que me declare su amor.

Me parece una buena propuesta, yo me encargo de hablar con Jean. Antes de retirarme a descansar, tengo un par de preguntas: seguro que vos estáis al tanto de los rumores que los lugareños hacen circular sobre vos. Perdonad la indiscreción pero, ¿es verdad que vuestros tres esposos murieron de un ataque al corazón?

Bárbara se ruborizó – Así es, aunque es un tema que no me gusta mencionar porque es un poco embarazoso. Y es que, por casualidad, en los tres casos la muerte les sobrevino mientras estaban cumpliendo con sus deberes maritales conmigo... y por eso espero que entendáis el trauma que supuso eso para mí – Y se echó a llorar en brazos de Camille.

- ¡Pobre criatura, lo mal que lo debéis haber pasado! – La consoló Camille, que sin embargo no dejó que las lágrimas le hicieran perder el hilo de su investigación – Ejem, ¿Y desde niña habéis tenido el cabello tan azul?

Entre sollozos, la condesa balbuceó: - Según el doctor Dupond, el color ligeramente azulado de mi pelo se debe a la tensión causada por las truculentas muertes.

- Tranquila, todo eso ya forma parte del pasado. Os aseguro que con mi hijo a vuestro lado, vuestro futuro estará lleno de felicidad – Y se quedaron abrazadas hasta que Bárbara se calmó.

Al día siguiente, tal como se había planeado, la condesa aceptó la declaración de amor de Jean y madre e hijo partieron hacia su casa. En el trayecto Camille comentó: - Hijo, estos días me he fijado en que el pelo de la condesa no es tan azulado como creía. De hecho creo que es negro con ligeros matices de azul muy oscuro, casi negro. Discúlpame si al principio fui reacia a vuestra relación; ahora sé que has elegido con gran acierto.

La boda se celebró por todo lo alto en el castillo de Bárbara Azul. El plato principal del banquete fueron perdices con salsa de arándanos, acompañadas de maíz azul. Una vez despedidos a los últimos invitados, la pareja inició una noche de bodas que se alargó más de una semana. Y para ello emplearon todos los rincones del castillo, causando diversos estragos: varios cuadros desgarrados, un par de jarrones chinos rotos y la balaustrada del balcón de su dormitorio resquebrajada.

Al cabo de unas semanas, Bárbara le dijo a su marido:

- Querido, debo ausentarme unos días para atender un asunto urgente.

- Muy bien cariño – contestó Jean, mientras pensaba: "estoy seguro de que no tiene bastante conmigo y va a visitar a uno de sus antiguos amantes".

- Si no te apetece estar sólo, puedes invitar a tus amigos al castillo. Podéis ir a cazar, practicar tiro con arco y jugar a naipes. Aquí te entrego el juego de llaves de la casa. Con ellas puedes acceder a mi despacho, a la bodega y al resto de estancias. Tienes libertad total para usar todas las llaves, excepto una: te prohíbo terminantemente que uses la gran llave dorada que da acceso a mi habitación secreta del sótano, ¿entendido? Si no cumples mi orden, cuando vuelva conocerás a la Bárbara realmente enfadada.

- Claro, mi amor – Contestó sonriendo, aunque pensaba para sus adentros – "¡ups! Hasta ahora nunca la había visto tan furiosa… De todas maneras, si ella no quiere que entre en esa habitación, ¿por qué me deja entonces la llave? ¡Nunca entenderé a las mujeres!"

Subiéndose al carruaje, la condesa le gritó: - ¡Jean, no te olvides de avisar al albañil para que venga a arreglar la balaustrada del balcón!

- Tranquila, cariño, yo mismo lo arreglaré; soy muy hábil en este tipo de reparaciones.

Mientras su mujer se alejaba, él subió al balcón con la caja de herramientas y empezó a mirar el balaustre roto, y se dio cuenta de que la reparación sería más complicada de lo que pensaba. Pero en seguida se olvidó de ello cuando vio a sus amigos que se acercaban en carro. Traían escondidas con ellos a unas doncellas del pueblo, pues Jean había pensado en otro tipo de actividades de ocio alternativas a la caza, el arco y los naipes.

La condesa les dejó preparada comida y bebida, que se agotó enseguida (el vino lo primero). El servicio se había marchado con su dueña y Jean no sabía dónde estaba la bodega, pues hasta entonces los criados se habían encargado de que nunca le faltara vino en su copa. Entonces se acordó del manojo de llaves, y empezó a intentar a encajar llaves con puertas, pero con poco éxito, pues el alcohol ingerido no ayudaba en la tarea. De repente se fijó en la gran llave dorada: "¿Puede haber algo más preciado que un buen vino? ¡La bodega debe estar en el sótano secreto!"

Atardecía y sus invitados dormían la mona cuando Jean, con una vela en la mano, bajó los peldaños mohosos que conducían a la puerta prohibida. Sacó la brillante llave y se quedó unos instantes dudando entre usarla o no. La amenaza Bárbara Azul era temible, pero, se tranquilizó al pensar que, por otro lado, ¿Cómo sabría ella que él había entrado? Así que dio vuelta al cerrojo y empezó a empujar la puerta.

Ya había anochecido cuando entró en la habitación. Lo primero que sintió es una pequeña corriente de aire, que apagó la vela, y que le trajo un olor cómo de calzoncillos después de un mes de uso. Parecía que la habitación no tuviera ventanas, por lo que Jean estaba sumido en la más completa oscuridad. Palpó buscando toneles de vino y en su lugar encontró pedazos de carne en descomposición colgando de ganchos oxidados, huesos y trozos de tela hechas jirones. "Deben ser cerdos abiertos en canal: seguro que es una antigua despensa". Salió defraudado: "¿Y esta es la habitación tan secreta? ¿Trozos de carne pudriéndose? ¡Bah! Creo que a mi mujer, a parte del pelo, se le están volviendo azules los sesos".

Cuando llegó arriba, vio que tenía las manos y la llave manchadas de sangre de cerdo, así que se lavó, pero no hubo manera de limpiar la llave. Una de las chicas había encontrado la despensa y traído comida y bebida, con lo que la juerga volvió a comenzar y Jean se olvidó de la llave dorada.

Una mañana llegó Bárbara Azul. Jean salió a abrazarla a la entrada del castillo para evitar que viera a los invitados saliendo a toda prisa por una puerta trasera.

- ¡Uff, has convertido el castillo en una pocilga! Al menos aun tendrás las llaves que te dejé, ¿verdad?– dijo la condesa.

Al ir a dárselas Jean se acordó de la llave dorada manchada y de su boca salió la primera excusa que le vino en mente, que inevitablemente fue patética:

- Cariño, me caí por las escaleras y me herí la rodilla, manchando a su vez la llave dorada.

- ¿Y cómo es que el resto de llaves están limpias? ¡No me mientas, tú has entrado en la habitación que te prohibí! ¡Tú has descubierto mi secreto!

- De que secreto hablas, - dijo extrañado - ¡si ahí sólo había unos cerdos colgados!

- Sí, eran cerdos… ¡Los cerdos de mis ex maridos, estúpido! ¡Los degollé porque defraudaron mi confianza, como tú has hecho ahora! ¡Vas a recibir el mismo castigo que ellos!

Y cogiendo un gran cuchillo se abalanzó sobre Jean. Se pudo escabullir y corrió hasta la habitación que mejor conocía, su dormitorio. Se encerró en el balcón pero ella rompió la puerta y saltó sobre él. Jean tropezó con la caja de herramientas que había dejado y cayó al suelo. A su vez Bárbara tropezó en Jean y se apoyo en la balaustrada, que como estaba rota, cedió. La condesa se precipitó al vacío y se rompió el pescuezo.

Ante tal escándalo todo el pueblo acudió a ver qué pasaba. Uno de los últimos en llegar fue el alguacil, que hizo un macabro descubrimiento en la habitación secreta: los tres cadáveres degollados de los maridos de Bárbara Azul. Jean fue aclamado como un héroe por la multitud, excepto por los criados de la condesa que acababan de quedarse sin trabajo y por el doctor Dupond, que fue acusado de cómplice de los crímenes.

Al cabo de unos días Camille se estaba acicalando en su habitación cuando entró su hijo:

- Jean, cariño, ahora que has heredado el castillo y eres rico, creo que sería un buen momento para escoger una nueva esposa, ¿qué te parece?

- Sí, mamá. He pensado en Suzette, la hija del burgomaestre. ¡Es tan dulce y deliciosa!

- No sé, no sé, para mí esa muchacha tiene el pelo demasiado negro, y en mi familia siempre se ha dicho que eso trae mala suerte – dijo Camille. Jean salió cabizbajo de la habitación. Camille cerró la puerta con llave y se sentó frente al tocador. Se quitó la peluca rubia, dejando caer su melena natural. Y el espejo se llenó de ondas azul cobalto.


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